Para los toraja la muerte es un largo viaje, que requiere un buen pertrecho. El camino a Puya, el mundo de las almas, es arduo, sólo un animal fuerte como el búfalo es capaz de asegurar el éxito en la travesía. Babú, mi guía, me indica el camino para alcanzar el ranta, el campo donde se instalará el funeral y puedo ver los búfalos a un lado. Pacen tranquilamente, junto a las motos de los invitados, atados con una cuerda a los postes de madera. Los antiguos romanos colocaban un puñado de arena en el pecho y una moneda en la boca del difunto para asegurar que Caronte, el barquero del inframundo, los llevara a buen puerto en su travesía por la laguna Estigia. Es por ello que no fueron grandes marineros. Tenían pánico a morir en el mar, sin ritual. En la creencia toraja, igualmente, es un gran alivio que los funerales tengan éxito. De esta forma el espíritu del difunto, ya liberado de deambular por el mundo terrestre, protegerá y traerá suerte a la familia desde el mundo de las almas. Para ello, el poblado del difunto se engalana convenientemente. Grandes telas rojas y negras decoran un rectángulo de cabañas y casetas de bambú construidas expresamente para alojar a los invitados. Familiares y amigos dejan por unos días las verdes terrazas de arroz que se descuelgan por las montañosas pendientes de Tana Toraja, la “tierra de los hombres de las tierras altas”, y acuden con regalos. La viuda ocupa una tarima preferente, junto a los invitados importantes. Se escuchan música y cantos mientras los jóvenes instalan una carpa con barras de metal que se encajan entre ellas. Desde la caseta de los “extranjeros” los vemos trepar y saltar con suficiencia a varios metros de altura por la estructura, que va tomando forma. Una tela cubrirá la carpa, debajo de ella se colocarán los animales sacrificados para que cada invitado pueda tomar una parte, una ofrenda de buena fortuna por parte de la familia. Tras la comida y los dulces, la viuda encabeza una procesión en que los hombres cargan un tongkonan —la casa en forma de barco tradicional— con el cuerpo del difunto mientras las mujeres, de riguroso negro, lideran el coro de lamentaciones. Se acerca el momento culminante. Los chavales se rifan el machete frente al búfalo. Finalmente, uno de ellos lo coge con decisión y se acerca a la víctima. Sonríe, entre orgulloso y divertido. Un corte rápido, afilado, un chorro de sangre que se dispara y el búfalo cae arrodillado, exhala un último estertor y se desploma, ya muerto, de costado. El funeral ha comenzado con éxito.
Cuanto más poderosa sea una familia, más búfalos se sacrificarán en un entierro. Se asegura así el éxito en el tránsito de un mundo a otro y reviste también de buena fortuna y poder a la familia. Pero a veces pasan semanas o meses hasta que la familia consigue reunir el dinero para el funeral. Incluso pueden llegar a endeudarse para conseguirlo. El cadáver, entretanto, se conserva con ungüentos. La primera visita del día es un poblado toraja. De camino, Babú me explica que, recientemente, una familia sacrificó 150 búfalos en un entierro. Y cada uno vale unos 1.000€. Pasamos por una aldea donde un hombre exhibe un búfalo albino junto a la caseta donde vive. Los albinos son más codiciados, 20.000€ por uno adulto. El que vemos es joven, una buena inversión. Aunque también algo arriesgada. En ocasión de algún entierro importante también se celebran las conocidas peleas de búfalos. Se juntan los búfalos casa por casa y se llevan al recinto de la pelea. Aunque las apuestas están prohibidas en Indonesia, la policía las permite en esas ocasiones. Es una “excepción tradicional”.
Las tongkonan, las casas tradicionales de las fotos con forma de barco, se construyen en alto, sobre pilotes de madera que las levantan más de un metro del suelo. Se dice que los primeros habitantes de Tana Toraja eran indochinos, navegantes, y que construyeron las casas con la forma de los barcos en que habían hecho la travesía porque sus hijos, nacidos en el mar, querían seguir viviendo en barcos. Obviamente, también es una defensa contra los animales pero no contra los espíritus, que merodearán libremente por su antiguo hogar hasta que se celebre el funeral. Tras éste se enterrará el cadáver en piedra.
Tras la aldea, Babú me lleva por los caminos de tierra que dan acceso a las mejores vistas de la tierra toraja. El arroz todavía no está alto y las terrazas están inundadas de agua. Es una tierra montañosa, de lluvia frecuente y clima moderado, iluminada por el verde. Las mujeres trabajan sumergidas en el agua, con el sombrero triangular tradicional. Una madre lo hace con sus tres hijas, que enseguida dejan las azadas para venir a saludar. El cielo se ennegrece de pronto y paramos a comer. Los niños indonesios, omnipresentes, corretean por el restaurante, un hotel construido en madera y con magníficas vistas. La lluvia es también un espectáculo en Indonesia. El cielo parece resquebrajarse por rayos azulados, que brillan, lejanos, entre las columnas de nubes.
Hoy en día, las tumbas toraja son una mezcla extraña de cristianismo y animismo, de flores y crucifijos, una religión posmoderna. En un origen, se trataba de un animismo politeísta llamado Aluk, “el camino”, o “la ley”. No era un sistema de creencias sino de mitos, costumbres y leyes. Aluk gobernaba la vida social y la funeraria, que tenían ritos diferentes que no debían mezclarse. Los antiguos ritos de vida de la religión toraja fueron prohibidos por los misioneros holandeses que llegaron a estas tierras en la década de 1920, pero no fueron capaces de erradicar los de muerte y los adaptaron, intrincándolos con creencias cristianas. Hoy Toraja es cristiana y así, el mundo de las almas, Puya, se asimila al cielo cristiano. Babú me habla constantemente de “pass away” que no sé exactamente cómo traducir. Es un tipo simpático, con una sonrisa amplia y humilde, que te gana fácilmente. Vive de hacer de guía. Paramos junto a una tumba en construcción, un pequeño iglú elaborado con piedra extraída, trozo a trozo y con un martillo, de la roca por toda la familia. No se puede usar cemento ni nada parecido. Alrededor del óvalo mortuorio la familia deja botellas de agua, dinero y comida para que los espíritus de los muertos se aprovisionen en su estancia en nuestro mundo. El animismo cree que los espíritus del difunto, una vez muerto, siguen vagando por la casa y alrededores, de ahí las provisiones. Lo mismo ocurre con los espíritus hindús y sintoístas. Según Babú, algunos lugareños hablan a las tumbas, pero sólo muy pocos son capaces realmente de ver a los espíritus y contactar con ellos. De vuelta al hotel pienso en que me gustaría conocer a uno. Y en Hamlet: “morir: dormir, dormir, y quizás, soñar”.
Las tumbas toraja también se construyen en criptas en alto o incrustadas en una pared de roca. La primera parada del siguiente día de visita es para ver una de las más famosas, casi única ya. Enclavada en la roca, la gruta está repleta de las imágenes talladas en madera de los difuntos enterrados allí, los llamados, tau taus. En teoría los tau taus se visten con la ropa y enseres del muerto. Son esculturas de madera con parecidos increíbles a los rostros humanos y que hoy se venden principalmente como souvenirs. Un hombre viejo me enseña con cariño su tienda. Los rasgos y las miradas sorprenden. Babú me cuenta que una mujer holandesa encargó una para su marido, enterrado en Holanda, y la vino a buscar al cabo de un año, cuando ya estaba terminada, para llevársela. El camino de acceso a la gruta ofrece al visitante un recorrido gris de huesos y calaveras desparramados por el suelo, botellas de agua enmohecidas y pequeños billetes arrugados. Desde lo alto, los campos de arroz resplandecen a lo lejos, ajenos y amarillentos por el sol de la mañana. Un búfalo se refresca acostado en el barro. Muerte y vida, gris y verde.
Dos mujeres, de clase noble, según me informa Babu, nos reciben tras la entrada a lo que parece un poblado más. Es una familia importante, por eso estamos allí, información que agradezco. Tejen en telares que manejan con los pies, distraídamente, con evidente destreza a pesar de la edad. Me muestran sus fulares y colchas, seda y sarga de diferentes colores. No son especialmente bonitos, la tela es algo áspera para el refinado mundo occidental. Pero no insisten. Charlamos y cuando miro las arrugas que recorren sus facciones me parece que hayan vivido siglos, las marcas son profundas y limpias en una tez aún suave, brillante bajo el sol. Me observan, tienen esa mirada escrutadora de la gente sabia. 80 y 100 años de sabiduría respectivamente. Y un extranjero es un buen marido para sus nietas. Sus tres hijas ya se han casado con europeos, me informan, y me señalan a una chica joven que camina a lo lejos. Está soltera, y es muy guapa, hay que reconocerlo. Al fondo, los obreros terminan una de las casas de la familia, con puertas de madera y ventanas corredizas, modernas. En medio del recinto se erigen los tongkonan tradicionales. Sin embargo, ellas prefieren recibir en sus habitáculos particulares, sencillos, para recibir turistas, vender tejidos u ofrecer un intercambio ventajoso para su familia. Porque las mujeres controlan la vida de los toraja. El marido cede su sueldo a la esposa que es quien lo administra, quien compra la ropa o toma un préstamo, pero también son ellas quienes planifican las cosechas, quienes regatean y venden los souvenirs a los turistas, o quienes, a veces, plantean una alianza. La mujer tiene un papel predominante en la sociedad toraja, de hecho en su estructura de clases la herencia se transmite a través de la madre, no del padre. Es por ello que los hombres nobles no pueden casarse con alguien de menor condición social, lo que sí está permitido a las mujeres. Por ejemplo, con un extranjero. Pero esa misma tarde tengo un funeral.
En 1971, 50 extranjeros visitaron Tana Toraja. En 1985 se alcanzaron 150.000. Fue la época en la que el gobierno indonesio comenzó a presentar Tana Toraja como la “segunda parada tras Bali”, iniciativa que se encontró con la oposición de los lugareños y de muchos antropólogos, que veían la amenaza del inicio de una feria de funerales. Pero la reacción empobreció a los toraja y finalmente —unido a las luchas con sus vecinos musulmanes de Sulawesi, que alejaron el turismo durante unos años—, se ha acabado por aceptar la presencia de las cámaras sin acritud. Aunque se suele decir que los funerales son en julio y agosto, lo cierto es que hay funerales todo el año. Basta con buen guía, como Babú, para entrar en el fascinante mundo de los espíritus, los funerales y la cultura toraja. Un pueblo cuyos difuntos tienen aún un largo camino por recorrer.